Odiemos con un odio racional. Un odio frío, aunque parezca contradictorio. Un odio que surja del análisis, de la observación, no de los sentimientos, no de las pasiones. Odiemos a aquellos que les hacen daño a los otros, a esos que riegan la vida de resentimientos y que dividen y juegan a dividir, y son conscientes de que lo hacen. Odiemos a quienes con su odio visceral multiplican los odios del resto, y a los que se inventan enemigos para sumar adeptos. Odiemos a los que defienden sus propios intereses, y hablo acá de intereses en el sentido más abyecto del término. Intereses económicos, por ejemplo. Intereses de clase, intereses de poder por el poder, del poder para pisotear. Intereses de raza, de ascenso, de honores.
Odiemos a los incendiarios, porque detrás de un incendiario hay dolor e impotencia y muy poca razón, y son el dolor y la impotencia y la poca razón los que llevan al odio ciego, al odio destrucción porque sí. Odiemos en el sentido de despreciar, quitándole precio al enemigo, pero estemos seguros, antes de despreciarlo, de que está “a la altura del conflicto”, como cantaba Fito Páez. Odiemos con inteligencia, cuidando cada uno de nuestros pasos y eligiendo con paciencia cada una de nuestras armas. Odiemos con altura, como si amáramos, sin linchamientos públicos ni trampas, con una rosa en lugar de un puñal, para que el odiado tenga que agradecer la rosa por el resto de su vida. Odiemos con nuestra obra, texto, pintura, película o jardín, pero nuestra obra, porque en ella podremos vengarnos de quien queramos y como queramos, y con ella provocaremos tales dosis de envidia que no necesitaremos más armas para derrumbar a nuestro enemigo. Odiemos como si amáramos, porque en últimas, amar u odiar son dos caras de una misma moneda que se llama vida, y a veces es de plata, y a veces, de cobre.
19 Ene 2019 - 6:30 PM
Por: Fernando Araújo Vélez
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