Somos, todos nosotros, víctimas y victimarios y llevamos a cuestas tragedias de muchos calibres que, secretamente, queremos contar para perdonar y que nos perdonen.
Qué fácil lanzamos los “ustedes”, tajantes y generales. Con cuánta tranquilidad soltamos esos “ellos” despectivos. Qué felices somos cuando de nuestra boca sale un“aquellos”, desafiante y concluyente.
Los problemas, los culpables, los corruptos, los violentos, los hijueputas siempre están afuera, en otro lugar. En este país escasea el “nosotros”.
Esa escasez nos impide ver el asesinato sistemático de líderes sociales como lo que realmente es: una tragedia y una vergüenza. Esa escasez no deja que la respuesta a un ataque terrorista que mata 20 jóvenes en una escuela de formación sea general y multitudinaria. No compartir lo fundamental permite también que la corrupción campee con pocas condenas y sin grandes movilizaciones en su contra. La falta de un “nosotros”, finalmente, hace que brillen las fracturas y que cada vez nombremos y vivamos el mundo como un enfrentamiento continuo, desgastante y distante donde más que justicia, seguridad, igualdad o prosperidad para todos aspiramos a ser leales a tribus, partidos o grupos que tienen como objetivo enfrentar a “esos otros” que nos amenazan.
La falta de un “nosotros” hace que brillen las fracturas y que cada vez nombremos y vivamos el mundo como un enfrentamiento continuo.
Llevo varios años pensando sobre cómo en este país podemos utilizar más y mejor el “nosotros”. Es obvio que, reconociendo nuestras diferencias, es posible encontrar muchos temas, características, miedos y anhelos que compartimos. No es tan claro, sin embargo, cómo poner esos temas en el centro de las reflexiones y las conversaciones, cómo ampliar nuestras lealtades a grupos mayores y cómo sentir empatía y solidaridad por personas diferentes o distantes.
No sin algo de dolor concluí que ni el derecho (mi profesión) ni la política (el oficio al cual me dedico hace mas de una década) son las herramientas adecuadas para el fin propuesto. Reconociendo que ambas actividades son necesarias para una sociedad y que en ambas se encuentran vías y formas para lograr avances importantes (derecho constitucional y de los DDHH por ejemplo) tengo claro que para ninguna es prioritaria la construcción de un “nosotros” amplio, heterogéneo, complejo, problemático y vital.
La semana pasada estuve en el estreno del documental colombiano The Smiling Lombana. Su directora Daniela Abad Lombana nos dio la bienvenida con una frase que me impactó y me gustó mucho: “Mi objetivo no es que les guste el documental. Mi objetivo es que tengamos una conversación.” A continuación en 87 minutos de fotos viejas, películas descoloridas, entrevistas y reflexiones personales, Daniela empieza la conversación contando la historia de su abuelo materno. Una conversación difícil porque no nos presenta un ideal de esposo, padre o abuelo. Nos presenta un personaje simpático, en muchos sentidos amoroso, ágil de cuerpo y mente, pero atravesado por la ambición, la egolatría y el amor por el dinero. Tito Lombana, el escultor de Los Zapatos Viejos en Cartagena, coqueteó y trabajó con el monstruo del narcotráfico en el Medellín de los años 70 y en algún momento volvió de meses de reclusión en EU con una sonrisa burlona y soberbia en su rostro. Daniela nos cuenta este secreto íntimo y doloroso de su familia porque quiere que conversemos sobre nuestros propios secretos y sobre los personajes que conocemos, queremos y somos. Una conversación, en fin, sobre “nosotros.”
La novela Patria del vasco Fernando Aramburu, además de ser una joya narrativa, es también una gran conversación sobre un “nosotros” más amplio. El texto gira alrededor de los últimos 30 años del conflicto de Euskadi pero no lo hace desde la perspectiva de los partidos políticos, los dirigentes etarras, los policías o los jueces. La historia se narra desde el día a día y la intimidad de dos familias, vecinas de un mismo pueblo y cuyas vidas se entrecruzan, se rozan y se chocan en el medio de las bombas, los asesinatos y los secuestros pero también de los matrimonios, los cumpleaños, los chismes, la religión y la enfermedad. Un hijo terrorista, un padre y amigo asesinado. Dos mujeres, al principio amigas íntimas, que se enfrentan cuando intentan mantener unidas su familias en un contexto de pérdidas dolorosas. Los lectores sentimos rabia, tristeza, impotencia pero también entendemos el dolor, la culpa y las búsquedas (paz, felicidad, éxito) de todos. Somos, todos nosotros, víctimas y victimarios y llevamos a cuestas tragedias de muchos calibres que, secretamente, queremos contar para perdonar y que nos perdonen.
El filósofo norteamericano Richard Rorty terminó su carrera siendo profesor de los departamentos de literatura de varias universidades. Decía que la literatura era más importante que la filosofía porque “contribuye a la ampliación de la capacidad de la imaginación moral, porque nos hace más sensibles en la medida en que profundiza nuestra comprensión de las diferencias entre las personas y de la diversidad de sus necesidades.” Yo creo que esa es la capacidad de las artes en general. El cine, la poesía, la crónica periodística y la novela, por mencionar algunas, son las historias que necesita esta sociedad para finalmente construir un “nosotros” que reconozca las diferencias pero que permita construir puentes de empatía, solidaridad, perdón e incluso complicidad.
No vamos a dejar de participar en elecciones. No pararemos de discutir sobre las leyes y sus interpretaciones y tendremos que mejorar nuestras instituciones. Pero esa no será la solución. El reto más grande es conectarnos con las historias que nos permitan dialogar, sin ganadores ni imposiciones para no seguir dedicados a ejercitar el dedo índice que condena, fractura y distancia.
Santiago Londoño Uribe es abogado; magister en Derecho Internacional.